Cada vez que conocemos a una persona que ha manifestado su intención de “querer desaparecer”, “no querer seguir viviendo” o nos enteramos de que “ha intentado quitarse la vida”, la experiencia genera un fuerte impacto. Para algunos, esta información resulta profundamente chocante; para otros, provoca incomodidad al no saber cómo actuar o responder; y, en muchos casos, despierta angustia por sentirse sobrepasados frente a una situación límite.
Al hablar de riesgo suicida o de suicidio, con frecuencia centramos la atención únicamente en quien realiza el acto, considerado el “actor principal” de los hechos. Sin embargo, rara vez se pone en el centro del análisis a sus familias y acompañantes, quienes también viven un proceso complejo y doloroso.
Las experiencias de quienes conviven con un ser querido en riesgo suicida nunca son sencillas. En ellos afloran múltiples emociones y sentimientos: angustia, incertidumbre, dolor, culpa, tristeza, rabia, miedo a perder a la persona, sensación de no estar haciendo lo suficiente, impotencia, desilusión o preocupación constante. Estos sentimientos se entremezclan y, desde su antagonismo, configuran un estado de confusión y abatimiento, pero también de profundo afecto hacia la persona en riesgo. Se trata de vivencias difíciles de procesar, que demandan al mismo tiempo contención emocional y racionalidad para afrontar la urgencia, la crisis o, en los casos más dolorosos, la muerte misma.
Los familiares y acompañantes requieren enfrentar la emergencia inmediata, pero también necesitan espacios de apoyo para sí mismos. Se vuelve indispensable una red que los sostenga, conformada tanto por personas cercanas como por instituciones y profesionales capaces de brindar acompañamiento y orientación clara. Estas orientaciones incluyen medidas prácticas como retirar objetos potencialmente peligrosos, reconocer signos de crisis, organizar turnos de cuidado y actuar con prontitud frente a situaciones de riesgo.
Es igualmente importante reconocer el desgaste emocional y la sobrecarga de quienes cuidan. La vigilancia constante y el temor a una recaída generan tensión permanente, lo que hace necesario ofrecer instancias de autocuidado, apoyo psicológico y espacios de respiro. Cuidar al cuidador es, en última instancia, una forma indirecta pero esencial de cuidar a la persona en riesgo.
El trabajo con el grupo familiar adquiere un rol central en este contexto. Favorecer la comunicación emocional, identificar factores de riesgo y conflictos presentes, y potenciar factores protectores fortalece los vínculos y disminuye el aislamiento. Como señala Linares (2002), “amando nos convertimos en personas amadas, pero hay un paso de crucial importancia que consiste en hacer que el otro se sienta amado” (p. 23).
A lo largo de la historia se han desarrollado diversas perspectivas explicativas del suicidio —psicológicas, psicoanalíticas, cognitivas, interpersonales y sociales—, que muestran su carácter multicausal. Esto obliga a ampliar la mirada: es de relevancia el trabajar en prevenir, también es indispensable intervenir posterior a los intentos, favoreciendo espacios de expresión emocional abierta, donde tanto la persona como su familia puedan hablar de lo ocurrido, del intento, del suicidio y de la muerte sin estigmas. Estos espacios permiten comprender con mayor profundidad el sentido de los actos, explorar los factores que los desencadenan y abrir posibilidades de reconstrucción vital.
Comprender el suicidio exige, entonces, no solo atender a la persona en riesgo, sino también incluir a sus familias y redes cercanas, reconociendo sus vivencias y necesidades de apoyo, pero también favoreciendo nuevas formas de actuación relacional. Solo de esta manera es posible avanzar hacia intervenciones integrales que aborden la complejidad de este fenómeno humano y social.
Alejandra Vega Alvarez
Master Terapia Familiar Sistémica (UAB)
Académica
Departamento de Psicología