Columna de opinión por Claudio López Labarca, académico departamento de Obstetricia y Puericultura UDA, Magister en Salud Pública.
Las recientes declaraciones que han tildado el acceso al aborto y otras prestaciones de salud como “privilegios del primer mundo”, junto con la conmemoración del Día Mundial de la Salud Sexual, nos obligan a recordar un hecho fundamental: la salud sexual y reproductiva es un derecho humano, reconocido internacionalmente y ratificado por Chile mediante tratados como la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de discriminación contra la Mujer (CEDAW). Minimizar o reinterpretar estos derechos desde lógicas político- ideológicas, puede poner en riesgo la salud y la vida de mujeres y niñas.
Chile aún tiene una deuda pendiente con el reconocimiento pleno de los derechos sexuales y reproductivos. Los avances que se han logrado han sido, en su mayoría, producto de dolorosos casos mediáticos y de la persistente presión de la sociedad civil. Hoy contamos con leyes que abordan parcialmente estos derechos, como la ley Dominga sobre el manejo y acompañamiento de pérdida gestacional y perinatal (Ley 21.371), la Ley sobre información, orientación y prestaciones en materia de regulación de la fertilidad (Ley 20.418) y la ley de interrupción voluntaria del embarazo en tres causales (Ley 21.030). Además, existen normativas orientadas al acceso a métodos anticonceptivos y a la atención de personas de la diversidad sexual y población trans, entre otras.
Sin embargo, la sola existencia de normas no garantiza su cumplimiento. Numerosos estudios y experiencias muestran que persisten barreras estructurales y operativas en el sistema de salud que limitan el ejercicio efectivo de estos derechos. El caso de la Ley IVE es ilustrativo: su implementación ha enfrentado fuertes resistencias institucionales, uso desregulado de la objeción de conciencia y falta de acceso equitativo, especialmente en regiones.
En este contexto, el 28 de mayo pasado, el Gobierno presentó un proyecto de ley para despenalizar el aborto hasta las 14 semanas de gestación. Lejos de imponer decisiones, esta iniciativa busca garantizar un acceso seguro, oportuno y digno a una prestación que ya está disponible en muchos países de América Latina y del mundo. Regular esta práctica reduce la clandestinidad, protege la salud de las mujeres y responde a una deuda con su autonomía y dignidad. Según cifras del Ministerio de Salud, se estima que en Chile ocurren alrededor de 40.000 abortos anuales fuera del marco legal, realizados en condiciones de riesgo para la salud y la vida de mujeres y niñas.
Este nuevo proyecto se alinea con las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS), privilegiando procedimientos seguros y ambulatorios a través del uso de medicamentos, evitando en lo posible las intervenciones invasivas. Además, contempla la atención desde el nivel primario de salud, reconociendo el rol clave de matronas y matrones en el acompañamiento y cobertura de estos servicios.
La evidencia es clara: la despenalización del aborto no aumenta su frecuencia, pero sí disminuye los riesgos asociados, reduce la mortalidad materna (estancada en Chile desde hace más de una década) y combate las inequidades que afectan a las mujeres más vulnerables.
Desde una perspectiva de salud pública y derechos humanos, esta ley no pretende “nivelar” a Chile con los países del llamado primer mundo, sino simplemente cumplir con los compromisos internacionales asumidos y con estándares básicos de calidad y seguridad en salud. Para que este cambio sea real, no basta con legislar: se requiere financiamiento adecuado, políticas públicas consistentes, formación de los equipos de salud y sobre todo, voluntad de implementar los cambios necesarios.
La salud sexual y reproductiva no puede seguir siendo una promesa pendiente ni una consigna ideológica: es una urgencia sanitaria, un imperativo ético y un derecho humano irrenunciable.